Me vuelven locas las libretas* de papel rayado. Rayas grises, finas, pero anchas, donde uno pueda escribir como realmente quiera, sin la presión de que ahí no pueden caber ideas, bien sean grandes, idiotas, inteligentes, audaces o, simplemente, espontáneas.
Lo malo de coleccionar cuadernos es que los adquieres a velocidad de vértigo y, cuando te estás dando cuenta, tu mano ya está esgrimiendo una tarjeta o un billete para pagarla en aquella tienda bonita por la que pasaste mil veces sin entrar, con los ojos pegados a ella mientras tu cuerpo ya estaba más lejos avanzando. A veces, de hecho, estuviste a punto de besar grácilmente a alguna farola por su culpa.
Ayer reencontré una pequeña, probablemente la más pequeña que tengo. Es de tapas duras, recicladas, con lunares estampados de un tono brillante, como de papel de fiesta de cumpleaños, alguno que otro de ese tono rosa que para mí, la niña de los tonos neutros y cálidos, solo tiene cabida en dichos festejos.
Es la libreta perfecta: anillas superiores, no en un costado; papel sensacional al tacto; las rayas perfectas, de las que os hablé; y está llena de anotaciones, locas, completamente inconexas, en diferentes páginas.
He sonreído leyendo un texto descerebrado que escribí a la carrera un sábado de abril, en París, tal vez en alguna de esas cafeterías que tanto me gustan, donde puedo desayunar y comer al mismo tiempo.
Volver a Casa Lola y con la tripa —y los corazones— llenos, dirigirse febrilmente a rebuscar en Kiliwatch o Free'P'Star, paseándome si puede haber algún rayo de sol por Le Marais.
Y aún hay quien me pregunta por qué es la ciudad que me conquistó ya hace más de diez años.
Samedi à Paris. Avril 2012. Patricia Lluberas.
*Mi vena lingüística tenía que salir al paso: quise hablar de la diferencia entre libreta y cuaderno. Pues bien, según la RAE, una libreta es un libro o cuaderno pequeño donde realizar anotaciones. De manera inconsciente, mi mente ya parecía conocer la diferencia.
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